Democracia, representación y cambio social
Democracia. “Gobierno del pueblo”. Pocas palabras se muestran tan biensonantes a nuestros oídos, pocas se proclaman más y pocas reciben tal adhesión de todo tipo de gentes. Tan es así, que no resulta extraño escuchar cómo se autoproclaman como “demócratas” desde el más humilde camarero al más rancio aristócrata, pasando por el más flácido y acomodado banquero.
Y es que el término “democracia”, con sus derivados, a fuerza de ser manoseado por todos, de convertirse en el lugar común de la época, ha acabado perdiendo cualquier significado por sí mismo, transformándose en un cajón de sastre donde cabe todo y se justifica todo, a gusto del demagogo que pronuncie el discurso de turno. Es por eso, cuando el sustantivo pierde toda significación, cuando algo es vociferado por todos y para todo, que hay que fijarse en lo adjetivo, en el “apellido”, en cómo se define y concreta una palabra demasiado estirada como para decir algo por sí misma.
Y resulta que, atendiendo al aspecto jurídico, en este país, y en el conjunto del llamado mundo occidental, lo que tenemos no es una democracia sin más, sino lo que se conoce como democracia representativa. El fundamento de este régimen político se basa en el mandato representativo. Según éste, un sujeto abstracto, la nación, más allá de los individuos y grupos que la componen, es el depositario de la soberanía, que delega en unos representantes, que tienen absoluta independencia para ejercer esa soberanía durante el tiempo que las leyes marquen que dura su mandato (cuatro años en este caso). Es decir, el pueblo durante cuatro años cede su soberanía para que sus representantes hagan y deshagan a su antojo, sin ninguna capacidad de este pueblo electoral para fiscalizar la labor de sus representantes durante el tiempo que dure su mandato, debiendo esperar pacientemente a la siguiente convocatoria electoral para mostrar su acuerdo o desacuerdo con tal gestión, volviendo una vez más a poner en marcha ese mecanismo de despojo de la soberanía por otros cuatro años.
Nos encontramos, además, que las instituciones políticas no flotan en el aire, sino que se sostienen sobre el régimen económico y social establecido. Éste, el capitalismo, se caracteriza por que la gran masa de la población sobrevive de la venta de su fuerza de trabajo, es decir, de buscar y recibir un salario. Esta actividad, tanto la búsqueda de ese salario, como la energía que exige el trabajo necesario para recibirlo una vez que se tiene la fortuna de encontrarlo (que, con suerte, puede ser ocho horas diarias), incapacitan a la gran masa de la población, tanto para adquirir la cultura política imprescindible para atender a los asuntos públicos, como, por supuesto, para tomar éstos directamente en sus manos. A ello podemos sumar un sistema educativo en el que cada vez se acentúan más los rasgos que no buscan darnos una visión amplia y de conjunto del mundo, imprescindible para formar ciudadanos críticos y participativos, sino especializarnos, darnos, cada vez desde edades más tempranas, una orientación profesional clara. Es decir, el sistema educativo (parte indivisible del conjunto del sistema) busca nuestra producción parcializada como tuercas o engranajes del sistema productivo y no como ciudadanos integrales, formados para tener un criterio y algo que decir en la cosa pública. En este sentido van todas las reformas educativas de los últimos años, incluido el célebre Plan Bolonia.
Así pues, tenemos que estos dos elementos, democracia representativa y capitalismo, forman dos esferas que se complementan perfectamente. Es la conjunción de una sociedad desigual con el mandato representativo, que otorga total poder e independencia a los representantes, lo que produce esa enajenación del poder respecto del sujeto soberano, la nación o el pueblo abstracto, y la que hace que las instituciones se muestren tan alejadas y hasta opuestas a los intereses generales de la población. Se trata de algo estructural y no de la falta de ética o la “corrupción” de algún representante: es el sistema político el que garantiza la reproducción y la estabilidad de la desigualdad de la sociedad.
Un reciente ejemplo concreto para ilustrar esto. Tanto el que estas líneas escribe como seguramente el que las lea, gente corriente del común, lo tendríamos francamente difícil, por no decir imposible, para formar, por nuestra cuenta e independientemente, una lista electoral, que ésta se diera conocer y que ocupara algún espacio en las instituciones establecidas. Para ello hace falta un gran sostén económico y mediático que, precisamente por estar en una sociedad desigual y jerarquizada, sólo está al alcance de unos pocos. Tenemos, sin embargo, que Álvarez Cascos hace sólo unos meses se escinde del PP, forma su propio chiringuito electoral y consigue, en tan corto espacio de tiempo, colocarse entre las listas más votadas en Asturias. Si analizáramos este hecho detenidamente, colocándolo en ese contexto social y político que hemos descrito, no podríamos por menos que llegar a la conclusión de que la clase política es tal, no por delegación de la ciudadanía a través del voto, que sólo sirve para legitimar su posición, sino por ser el centro de una red de intereses clientelares, empresariales y financieros, que son los que, con su apoyo, consiguen encumbrar una lista electoral a las instituciones.
Es decir, desigualdad social y económica más representatividad forman el cóctel que permite que la cosa pública esté en manos de una casta que representa los intereses de quien tiene la capacidad y el poder para encumbrarlos, limitándose el grueso de la ciudadanía a legitimar esa posición mediante el sufragio. Es algo que hemos visto descarnadamente durante estos años de crisis, con las medidas anti-sociales y pro-sistema financiero que se han tomado, contraviniendo todas las promesas y programas electorales, y dejándonos ante una alternativa parlamentaria que sólo ofrece más de lo mismo. Todo ello perfectamente validado por el entramado legal. Es por eso que la mera reforma electoral o esa indefinida “revolución ética” que piden algunos no sólo son insuficientes, sino que se muestran superfluas, pues no tocan un ápice de la estructura del sistema (la que vincula desigualdad social con representatividad política) y dan un diagnóstico erróneo del origen del problema, que es sistémico y estructural, no de falta de valores éticos de algunos individuos.
Frente al mandato representativo, una verdadera democracia sólo puede establecerse, en el aspecto jurídico, desde el mandato imperativo. Este tipo de mandato establece que es el organismo popular de base, fundado sobre la libre asociación (llámese éste como se prefiera: asamblea, comité, consejo, etc.), el que delibera y decide sobre las medidas a tomar, enviando a su delegado a la asamblea de representantes con unas directrices claras sobre cómo debe actuar, negándole la independencia y convirtiéndolo, ahora sí, en mero representante de la voluntad popular de base. El delegado no tiene mandato más que para representar lo que sus electores le hayan establecido, impidiendo la apropiación de la representación a manos del representante que hoy sufrimos. El mandato imperativo se complementa, reforzando su carácter democrático, con la revocabilidad del cargo designado en cualquier momento que el organismo popular de base considere defraudada su confianza. Ello impide el atrincheramiento del representante en su cargo y la enajenación de éste a la voluntad popular. Así pues, mandato imperativo más revocabilidad permanente de los cargos designados son los dos elementos jurídicos claves para acercar verdaderamente la palabra democracia a su significado semántico: gobierno del pueblo.
Hay que decir que este sistema no es una utopía, en el sentido de no realizable en el momento de su enunciación, sino que ha sido probado y establecido en determinados periodos históricos en ciertas partes del mundo. Precisamente, por ejemplo, este año se cumple el 140 aniversario de la proclamación de la Comuna de París.
No obstante, el que la gran masa de la población, a través de sus organismos de base, elabore, delibere, decida, legisle y ejecute sobre las cuestiones públicas implica que ésta población tenga los conocimientos y el tiempo necesario para dedicarse a tales tareas, las que verdaderamente la hacen merecedora del término de ciudadanía. Ello, por supuesto, no es concebible en las actuales condiciones sociales y económicas de división de la sociedad en clases y desigualdad, sino que la premisa fundamental de esta verdadera democracia es la transformación de la estructura socioeconómica establecida. Esta democracia presupone, entre otras cosas, otra lógica económica y una reducción tan amplia de la jornada de trabajo que, simplemente, es inconcebible bajo el sistema capitalista. Es por ello por lo que una democracia verdadera y consecuente sólo puede ir de la mano de la revolución social.
Félix D.
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